sábado, junio 21, 2008

MONEDAS EN PRAGA

Dentro de una caja de madera, de esas que se usaban hace muchos años para guardar mazos de naipes, guardé durante algún tiempo monedas. Eran monedas de todos los países y de las más variadas formas. Creo que tenía unas cien monedas, o más. Nunca he sido una persona de coleccionar cosas, pero por alguna razón, menos por afición que por cariño, fui juntándolas.
Las primeras llegaron a mí por casualidad; esa misma casualidad que da comienzo a alguna colección. Sabrá Dios por qué alguna vez mencioné el hecho y mis amigos y familiares fueron reglándome las monedas que traían de sus viajes o que tenían en su poder como un objeto inútil.
Con el tiempo gané cierto orgullo de poseer la colección. Una de las mejores piezas era un dólar de plata, acuñado en 1972, que había sido regalado por mi abuelo. Tiene un tamaño inusual para una moneda (un diámetro de casi diez centímetros). No sé en qué año dejaron de hacerse esos dólares.
El paso del tiempo fue trayendo los primeros amores y con esos amores fueron llegando más monedas. Cada novia se empecinaban en conseguir nuevas piezas, con esa obstinación que se acerca a la demostración del cariño a través de los caprichos de la persona amada.
Muchas monedas ya las tenía, pero no podía negarme a recibirlas o descartarlas; eran una evidente señal de interés.
Mientras los amores variaban, las monedas se multiplicaban, algunas en forma inédita, pero la mayoría en réplica a una ya existente.
Resolví entonces, para no eliminar las monedas repetidas, utilizar un sistema de orden que me permitía identificar (no sin esforzar la memoria) qué mujer me había regalado cada una de esas monedas. La caja ayudaba mucho, ya que poseía compartimentos para las barajas. Lo único que tuve que hacer fue agregarle algunas divisiones y así ampliar (desde la reducción), esos espacios.
Este sistema escondía un fatal secreto. No importaba tanto quién me había regalado un franco, diez pesos uruguayos (o diez “Artigas”) o 500 australes; el secreto fin de esto era guardar el recuerdo de esas personas. Cada pequeña colección, dentro de una colección más grande, era el símbolo de una persona concreta y junto a ese símbolo, todos los recuerdos de ese amor vivido.
Tal vez recurrí a ese sistema para mantener, desde lo material, no sólo el recuerdo, si no mantener conmigo algo de esos amores fallidos. Como si aun, de una forma misteriosa, estuvieran conmigo.
A veces abría la caja para ver las monedas. Después de repasar algunas, miraba los compartimientos en donde estaban los conjuntos de monedas que representaban a las antiguas novias. “Cada amor es único” me encontré pensando una noche solo, mientras recordaba situaciones irrepetibles. Esos símbolos de algún modo permitían perpetuar esos momentos, casi como deteniendo el tiempo. Casi sin aceptar que el tiempo se había ido. Dicho de otra manera: sin aceptar que esas mujeres ya no estaban.
María Eugenia, mi última novia, me había regalado una moneda que, misteriosamente y para sorpresa mía, no tenía: una corona checa. No es en verdad una moneda linda ni extraordinaria. Lleva de un lado el número 1 con la inscripción Ceska Republika y del otro lado el grabado de un león con el nombre de la moneda (Ceska koruna).
Guardé esa moneda con mucho entusiasmo.
No pasó demasiado tiempo para terminar aquella relación. Esos días fueron lo más cercano a la muerte que había yo sentido alguna vez. Había amado a María Eugenia profundamente y ya no estaba con ella. No existía forma de recomponer ese romance. Es sabido que cuando uno no es la persona indicada para otra, no lo será jamás. En el amor no existe lógica alguna. No porque lo haya sido existe una norma que nos permita ser otra vez. Cuando se deja de ser esa persona, salvo un caso en un millón, todos los intentos por recuperar el amor perdido serán en vano. Pasé muy apenado noches enteras viendo la colección correspondiente a Eugenia. La invocaba de esa forma. Intentaba, inútilmente, en un consuelo ineficaz, acercarme a ella aunque sea desde esas monedas que me había regalado.

Una noche recostado, viendo las monedas, recordando, añorando, me quedé dormido.
Intentaré describir el sueño que tuve.
Me encontraba caminando en una calle en Praga. Mi sensación era la de conocer el lugar a la perfección, pero estaba perdido. Divagaba y miraba a la gente pasar. Las caras de transeúntes eran conocidas para mí. Logré en un momento identificar a Clara, una de mis primeras novias. Se acercó y dijo, con una naturalidad increíble (acaso como si uno, siendo argentino, se encontrara en la República Checa con una ex novia todos los días) algo acerca de unas libras esterlinas. Noté luego, en esa extraña forma que tienen los sueños, que tal vez Clara no era Clara, si no que era Virginia, una hermosa rubia con quien había tenido el privilegio de vivir un corto romance. Virginia (o Clara) mencionó que las cosas cambian porque todo lo que queremos nunca sucede (entiendo que eso significa algo así como que las cosas se modifican porque buscamos que sucedan otras). Mientras yo hablaba escuché la voz de Carolina, aquella morocha inolvidable, que dijo “todo es tan igual y diferente como tus monedas”.
Caminé solo un rato más y me detuve en una fuente en donde el agua reflejaba monedas. Muchas monedas plateadas que parecían ser de una corona. Yo estaba seguro que eran coronas checas. Intenté tomar una, pero al sacarlas del agua eran doradas, o si eran plateadas no eran coronas. No supe si se transformaban por el agua, o si me percepción era errada.
Se acercó a mí una mujer con la cabeza gacha y las manos llenas de monedas. Me miró. Era María Eugenia. Hablamos (no sé de qué hablamos). Recuerdo que luego le dije que la amaba. También sentí unos inexplicables celos por no haber llegado allí con ella. Estaba enojado y celoso por eso. Inferí que había llegado con otra persona y eso me hacía enojar. Sé que no se lo dije, pero recuerdo haberlo sentido.
Me dijo, mostrándome las monedas (que eran diferentes) que mi esfuerzo por recordar cada amor era inútil. Que todo es una misma cosa, aun el amor. Discutí sobre eso. Lo negué. Le dije que ella había sido mi mejor amor. Contestó algo así como “no se puede amar aquello que no se sabe si existe”. No entendí esa frase. Más aun sabiendo que creo lo contrario; tal vez uno ame con insistencia todo lo que no conoce. Todo lo que está por descubrirse. Porque quizás uno ama la expectativa de esa mujer que no conocemos aun, y nos desvela saber que puede estar en cualquier lugar.

- Mi amor- dijo,- son estas monedas. Todas diferentes, pero que en el agua, serán iguales. ¿por qué habrá de existir diferencia entre una y otra? ¿Cómo las identificarías sin un orden especifico? Igual que estas monedas, el amor pierde su condición de único cuando ya no tiene importancia para la otra persona. Una vez que te olvidan, todos los amores son iguales, porque no son más que recuerdos que en algún momento se confundirán con otros recuerdos, y ese amor que parecía único, será una moneda más. Tendrá la misma importancia que ninguna.

Tiró las monedas a la fuente y todas se veían plateadas y brillantes, pero no podía ya identificar ninguna, ni siquiera leer su valor. Se confundían unas con otras. Como dijo Eugenia, al no haber diferencia, al no haber un orden, eran lo mismo todas ellas. Intenté al verlas recordar hechos de cada amor, pero se confundían con otros recuerdos de otros amores. Todo se mezclaba, al igual que las monedas.

Desperté y noté con horror algo espantoso; había tirado la caja al suelo y todas las monedas habían caído por todas partes. El orden se había perdido; ya no podía identificar quién me había regalado cada una. No podía volver a separarlas por grupos. Mientras las juntaba descubrí algo que no había advertido jamás: había en esa colección otras monedas de una corona checa. Tal vez me las habían regalado de chico y no lo había notado por el amor hacia Eugenia y la ilusión de creerla única hasta en sus regalos. Inclusive la moneda que yo creía que ella me había dado no sólo no pude identificarla (buscando alguna marca, algún brillo, que me hiciera reconocerla) si no que tal vez se haya perdido. Pensé entonces, con alguna confusión, que tal vez Eugenia no era Eugenia, si no que podría haber sido Carolina, o Virginia, o Clara. O quizás todas juntas; o quizás ninguna.
Ya no había diferencia, porque las monedas estaban mezcladas; entonces esos recuerdos ahora eran piezas sueltas que no tenían ubicación alguna.
Y la memoria va así armando sus recuerdos; de la misma forma que yo lo hice con las monedas en Praga. Los recuerdos inverosímiles, los certeros, los confusos; todos se mezclan para formar una historia nueva. Tal vez apócrifa, pero tal vez tan válida como una historia vivida.
Sospecho ahora que ese nuevo recuerdo es un símbolo. Pero no un símbolo carente de sentido, si no que sólo ha cambiado su significado. Al fin y al cabo los elementos de esa nueva memoria sí han sucedido aunque yo no los recuerde. Quizás entonces esta historia ya no está escrita por D’Onofrio, si no por un recuerdo de quien lea esto. Sabrá entonces entender el lector que estos recuerdos, los viejos y los nuevos, pueden ser ciertos. Prefiero creer que son ciertos.
Es más un acto de piedad, que de estupidez, creerlo así.

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