viernes, junio 18, 2010

DOS TIEMPOS

El primer encuentro fue en junio de 1994. Yo era aún muy joven y desconfié del asunto. Un adulto, que veía un partido en el mismo bar donde yo estaba, me dijo que el tiempo es un engaño. Después festejó un gol (todos lo hicimos), saludó a unas personas, me dijo que ya nos veríamos otra vez, pagó y se fue.
Creo recordar que ese episodio me pareció más bien aburrido; escuchar las sabidurías de un hombre en medio de un partido de fútbol es algo insoportable. Recuerdo que desde el ventanal del bar lo vi subirse a un taxi y mirarme con cierta congoja. Supe allí, que en algún momento, el tiempo (que como bien dijo, es engañoso), nos juntaría de nuevo.
Cada tanto me acuerdo de ese tipo triste que me habló aquella vez. No es que prefiera acordarme de eso, pero entiendo que el destino es inevitable. Lo que no sé es por qué no le pregunté algunas cosas sobre mi propio destino. Sé que él sabía, y sé que prefirió callar.
Ayer, como cada tanto, me acordé de eso. Pensaba en ese tipo mientras entraba al bar para ver el partido. Pedí un café y charlé con los que estaban ahí, como hago siempre. Al rato vi al lado mío a un pibe que era, indudablemente, el de 1994. Nos reconocimos fácilmente. Seguí mirando el partido con cierta indeferencia. No quería abrumarlo con las terribles cosas que le depararía el futuro; mejor dicho, con el destino, que es casi siempre el mismo que el de todas las personas. ¿Para qué arruinarle esa mañana con algo que, indefectiblemente, descubrirá solo?
Ahí estaba, mirándome con alguna intriga. Cuando advertí que iba a preguntarme algo, lo miré fijo y le dije “no hagas caso a esto; el tiempo es engañoso”. Fue lo único que se me ocurrió. Noté su silencio desesperanzado; entendí que si le hubiera dicho algo más, lo hubiera aburrido aún más de lo que estaba. No necesité contarle que la vida sigue, que algunas veces se enamoraría con más éxito que otras, que alguna vez saldría lastimado, que ganaría mucho y perdería más; que debería aprender a no lastimar; podría haberle allanado ese camino. Todavía creo que es mejor que lo entienda solo.
El gol de la selección vino a sacarme del problema de tener que seguir allí, en ese silencio incómodo. Gritamos el tanto, saludé a los parroquianos y le dije al pibe que ya nos encontraríamos. Quizás lo dije para evitar que pregunte algo. Pagué y me fui.
Por suerte, pasó un taxi y me evitó tener que caminar en el frío. Cuando subía, pude verlo mirándome desde el ventanal. Algo en esa mirada pronunció mi tristeza: lo ha entendido todo.
No sé aún, cuando nos volveremos a ver.

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