martes, agosto 19, 2008

LAS ALMAS EQUIVOCADAS

El señor Manfredo ya entraba en sus últimas horas de vida.
La habitación estaba lo suficientemente cálida para que no pasara frío.
Los dos hijos, la hija, su hermana y su cuñado rodeaban la cama de hierro mientras el viejo Manfredo esquivaba las miradas como pidiendo disculpas. El tubo de oxígeno, el goteo del suero, el aparato de electrocardiograma, todo funcionaba con una precisión angustiante. Lo único que consolaba, que aliviaba la situación, era que la habitación mantenía su orden habitual. Los retratos y fotos se mantenían espantosamente indiferentes, mostrando el esplendor de otra época. Más bien, el esplendor de la juventud.
Susana, la hija menor, se mostraba más fuerte que sus hermanos Horacio y Daniel. Horacio se acercó a una foto colgada en la pared, vio a su madre sonriente junto a su padre, acarició la imagen y dijo, en voz muy baja, “viejita, cómo te necesitamos”. Manfredo escuchó y en la incomodidad, cerró los ojos fingiendo inconciencia.
Carlos Manfredo entendía todo. Ya casi no respiraba, sabía que se moría, pero no podía evitar ser la atracción principal de esa escena interminable. Todos, incluso Manfredo, tomaron esa percepción del tiempo que se adquiere en la agonía; cada minuto es estar vivo y es acercarse al fin. Esa ambigüedad desesperante que sólo se hace real con el amor y la muerte.
Pensó Manfredo, ante las palabras de su hijo, en su mujer. Recordaba a Silvina casi todo el tiempo. La buscaba en la memoria y en las fotos. Extrañamente la mayoría de las imágenes que se le venían a la cabeza implicaban a Silvina en situaciones enojosas. A Manfredo le divertía recordar a su mujer regañándolo. “Pobre Silvina” pensó, o creyó pensar. La muerte de Silvina había sido rápida; nadie había advertido que estaba enferma, solo ella, aunque no dijo nada. Cuando lo dijo, era tarde. Era otra época. Allí, el tiempo, la percepción del tiempo era diferente. La muerte sorpresiva, rápida, implica manejar todo lo posterior a ella; pero aquí la muerte estaba siendo esperada con resistencia.
El médico llegó a eso de las tres de la tarde, revisó al paciente y volvió a hablar con su familia. “Hay que esperar” les dijo. Hace días que se había determinado que no había nada que hacer. Manfredo pidió volver a su casa. Los médicos aceptaron el traslado. Es mejor, tal vez, morir en la cama propia que en una cama de hospital.
Quizás Manfredo se quedó dormido y soñó con momentos de su vida. Recordó su trabajo, que le había dado un buen pasar, recordó a sus amigos, recordó a sus hijos cuando eran chicos; recordó a sus padre, un italiano de carácter imposible y se encontró atrapado en el recuerdo de su madre, una mujer amable, silenciosa y complaciente. Manfredo no sabía si soñaba o no. La dificultad para respirar, sólo ayudado por la máscara de oxígeno, lo hacía perder la lucidez esporádicamente.
Su hermana Angélica le tomaba la mano y lloraba. Manfredo la miraba e intentaba cerrar los dedos para responder el gesto. Estaba muy débil, apenas podía moverse.
El médico se fue. El marido de Angélica, Enrique, lo acompañó a la puerta. Manfredo cerraba los ojos; no quiso ver nadie. ¿Qué le podían decir? A lo sumo que en unos días más se iba a morir, que ya no iba a sufrir más. Preferible no escuchar nada.
Mirá papi, salió el sol” dijo Susana corriendo las cortinas para iluminar el cuarto un poco más. Manfredo movió la cabeza con dificultad y vio la ventana. Susana tenía los ojos con lágrimas y sonreía. Se acordó de unas vacaciones en Córdoba, cuando su padre era inmortal ante sus ojos. Por casualidad, Manfredo recordaba exactamente las mismas vacaciones. Tal vez las vacaciones ayudan a visualizar a las familias como en postales. Recordó a los chicos corriendo en las sierras, felices. Manfredo prefería a Susana por sobre Horacio y Daniel. Pensaba que ella era tan inteligente como vulnerable. Los varones podrían arreglarse solos, pero él sabía que era, es, un mundo duro para las mujeres. Miró a su hija sonriente y angustiada y se sintió muy orgulloso. Confirmó para sí que todo lo bueno que ella tenía lo había heredado de su madre. A Manfredo le había costado mucho aceptar a su yerno, pero con el tiempo supo que era un buen hombre. Ninguno de los hijos había querido llevar a los nietos a ver a su abuelo; era un espectáculo tristísimo y Manfredo lo entendía bien. Tuvo un pensamiento para sus nietos y se lamentó no poder verlos crecer más.
Pasadas las siete de la tarde empezaron a llegar las nueras y el yerno. La familia se fue al living a tomar café para dejarlo descansar. Manfredo dormitaba; imaginaba cosas. Se preguntó si habría algo cuando muriera; si existiría Dios. Si volvería a ver a Silvina. Quiso creer en todas esas cosas, pero sabía que podía no haber nada después. Por primera vez tuvo miedo.
Soñó de nuevo con su infancia y su paso por el colegio Salesiano. Se vio jugando al fútbol con una velocidad increíble. Despertó y recordó esa imagen. Por un segundo, casi sin poder respirar, cerró las manos y dijo “no me muero nada”. Perdido en ese recuerdo se fue durmiendo otra vez.
La noche entró como siempre, pero con esa particularidad que tienen las noches de los condenados. Mientras la vida sigue, mientras creemos que sigue, alguien ve la noche, común para todos, como la última. Las almas que buscan el descanso y no lo encuentran, dan vueltas entre nosotros. Buscan puertas. Los que viven no advierten que esas puertas que conducen a un final infinito, están demasiado cerca. Ni Manfredo ni su familia estaban preocupados por las almas tampoco. Al fin y al cabo, al que agoniza poco le importa lo eterno, sólo quiere vivir.
Manfredo abrió los ojos e intentó ver por la ventana. Las cortinas ya cerradas apenas dejaban pasar el cielo. Allí quiso ver Manfredo; al cielo. Se olvidó de todo por un segundo. Supo que esa noche era su noche final. Tuvo la espantosa sensación de que el mundo se apagaba para él. Lo consoló y confundió saber que todo seguiría. Se alegró, se sintió feliz al saber que su familia estaba, que estuvo, todo el tiempo desde que cayó enfermo. Sintió que podía morirse tranquilo y lo desesperó pensar qué harían con él. Hubiera preferido desaparecer y no complicar a nadie. Se sintió una molestia para los demás, pero se dijo “así es la vida. Bah, la muerte” y se rió de su ocurrencia. Lo invadió el pensar que muchos morirían esa noche; que muchas familias compartirían el mismo dolor por diferentes personas.
Se preguntó cuántos morirían. “Dos o tres” pensó con inocencia, porque el que se muere siente, sabe, que se muere solo. Imaginó la inmensidad del mundo, en el sin fin de calles, en los desahuciados, los moribundos, los hospitales, los enfermos, los que sin saberlo se irían con él, y pensó que tal vez alguien en el mundo estaría pensando él, al igual que él lo hacía con esa persona, sin saber quién era, ni dónde estaba. Al fin, entonces, comprendió las puertas. Supo que desde su cama estaba ahora en todas partes. Entendió que todas las almas son una sola; que en una persona viven multitudes y esas multitudes estaban destinadas a separarse para perderse y, quizás, encontrarse sin reconocerse las unas con las otras. Supo que fue y sería todas las almas por siempre, y que cuando se fuera, todas las almas que vivían en él, y las que vendrían, las que conforman a otros, las que se irían, todas andarían por ahí fundiéndose; buscando nuevas puertas, intentando quizás completar todo aquello que faltó completar en vida. Pensó en sus propias multitudes, en las almas que lo completaban e incluso en las almas equivocadas que vivirían en él.
A las diez de la noche la familia comía en el living cuando escucharon el aparato de electrocardiograma acelerar su ritmo. Se precipitaron al cuarto. Manfredo respiraba con muchísima dificultad. Llamaron al médico que llegó cerca de las once de la noche. Manfredo ya no podía respirar sin sentir dolor. El médico le aplicó morfina. Abrió los ojos, vio a su familia reunida, sonrió, y tal vez volvió a pensar en las almas. Miró, como despidiéndose y volvió a sonreír. Cerró los ojos e imaginó otra vez, en su nuevo sueño, todos los lugares del mundo. El pulso se aceleró, suspiró y por dos segundos, perdido entre todas las almas, dejó de respirar. Susana rompió en llanto abrazada a su marido. Manfredo volvió a respirar en un movimiento brusco. Todos miraban con estupor. Movía la cabeza como si sus multitudes se fueran una por una. Miró a su cuñado y le hizo un gesto, como si quisiera escribir algo. Enrique corrió al living y trajo un cuaderno y una birome. Manfredo, muy débil, tomo la birome con la mano izquierda. Enrique cambió su posición hacia el lado izquierdo de la cama; solo Susana y Angélica advirtieron que Manfredo era diestro y no zurdo. Incluso el médico permanecía inmóvil sin entender la situación. Manfredo trazó líneas con debilidad y empezó a dibujar símbolos. Enrique entendió que las líneas eran un pentagrama y los símbolos notas musicales.
- Está escribiendo un pentagrama- dijo el cuñado.
- ¡Si papá no sabe nada de música!- contestó Horacio.
El asombro se hizo inmenso; el médico miraba más extrañado que la familia. Manfredo no pudo seguir escribiendo. Soltó la birome con extrema debilidad, miró alrededor, y dijo en perfecto alemán “¡Mierda! No llego al cielo nunca más”.
Carlos Manfredo murió a las once y veinte de la noche.
La familia nunca entendió esas últimas palabras. No entendieron jamás cómo y por qué se despidió en alemán, ya que desconocía el idioma por completo, ni por qué intentó ese dibujo musical.
Por cierto, las notas en el pentagrama eran los primeros compases del Réquiem en re menor K262 de Wolfgang Amadeus Mozart.

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