domingo, mayo 25, 2008

BUSCANDO A ANDREA

Buenos Aires parece una ciudad grande. No es que sea gigante, de hecho no lo es, pero parece inmensa a los efectos de encontrar a alguien.
Las calles, algunas, tal vez todas, son insoportablemente continuas. Hay en esa continuidad una suerte de incesante eternidad. Creo que caminé la calle Juncal mil veces en un día y juro que no era la misma calle.
Busqué a Andrea por todos lados. Hace meses que no la encuentro. Estuve por todas las esquinas, pero no hay caso. A veces pienso que se fue a otra parte, a otra provincia, a otro país quizás.
Andrea era una mujer hermosa; creo que aun debe seguir siéndolo, al fin y al cabo no ha pasado tanto tiempo.
La última vez que la vi (creo que fue la última, estoy mintiendo para darle un sentido literario) dijo cosas que no recuerdo bien, pero infiero que fue algo así como “No quiero verte más. No me busques”. Muy probablemente haya dicho eso. Lo que sí recuerdo es verla yéndose caminando por la calle: tenía el pelo muy largo, mas de lo habitual y estaba más rubia.
Desde esa vez no fui el mismo. Eso es bien fácil: nadie es el mismo después de un desengaño. Perder un amor es morirse un poco. Creo que esa vez no me importó mucho, pero con el tiempo me di cuenta de la gravedad de la tragedia.
Andrea solía leer unos libros que yo consideraba horribles, pero creo que lo hacía a propósito. La inteligencia de esa mujer era asombrosa. En algún momento tuve la ligera intuición de que ella conocía los clásicos muy bien y por discreción no lo decía. Sus razonamientos eran mucho más lúcidos que los míos (lo cual no es nada difícil a decir verdad) pero también mucho más acertados que varias de las personas que conocí en esos tiempos.
Yo había hecho una modesta fama de trasnochador. Confieso, como algo vulgar y al pasar, que esa fama me daba cierto orgullo, y ella sospechaba ese orgullo. Tal vez nunca me lo perdonó.
Nunca fui un hombre del día, si no que me desempeñaba mejor en las fiestas nocturnas, en las salidas con amigos, en los juegos de cartas (he perdido fortunas jugando al pase inglés) e intenté siempre robarle algún “sí” a cualquier mujer que se me cruzara, solo por satisfacer mi orgullo. Andrea sabía eso y siempre intentó darle la mejor interpretación posible. Claro que las mujeres buenas tienen un límite y ese límite es el desamor.
Cuando me tocó vivir ese momento, como dije, me morí un poco; o me morí bastante. Arrepentido (me di cuenta sobretodo que estaba arrepentido cuando dejé de recordar su imagen con nitidez) empecé a buscarla. Primero la búsqueda fue en los lugares que frecuentábamos. Pasó algo extraño: ya no sólo había olvidado su imagen, si no que los recuerdos también eran confusos. Un día toqué el timbre en una casa en Palermo y apareció una vieja novia a quien había olvidado (y ella había tenido la doble gentileza de hacer lo mismo conmigo). Jamás me pude explicar cómo fui a dar a esa dirección. Debí haberme dado cuenta. Sólo un estúpido puede cometer semejante desacierto.
Esa noche, completamente perturbado en los tragamonedas del hipódromo, mientras tomábamos un trago, mi amigo Juan, aficionado a la psicología (en verdad sólo leyó “La Interpretación de los Sueños” pero todos en la barra sabemos que lo hizo para saber qué números jugar en la quiniela) me dijo que eso había sido un acto inconsciente. –¡Por supuesto que fue inconsciente!- Respondí. –Nadie en su sano juicio puede ser tan idiota de ir a buscar a una novia y tocar la puerta de otra.

-No. Sabés bien de qué te hablo. Todo está en la cabeza. Vos estabas buscando a Andrea, pero en verdad querías encontrarte con Soledad.

- No Juan. Estoy buscando a Andrea. Necesito encontrarla.- Contesté y nos quedamos en silencio un rato.

- ¿Y si la buscás en la guía?

Esa noche ganamos 300 pesos.

El tiempo pasa. De más está decir que ni en la guía telefónica ni en ningún lado encontré a quien buscaba. Las penas de amor parecen irse con el paso del tiempo, pero íntimamente creo que es mentira. Si había olvidado a Soledad es por una razón cruel y sencilla: nunca la había querido. Tal vez uno no debe confesar estas cosas, pero esto puede servir de triste pitonisa a los enamorados. No se olvida. Nunca se olvida si uno ha querido.

Estaba viendo libros y revistas viejas en Corrientes. Encontré una colección de veinte números de la Muy Interesante de 1989 y diez de El Gráfico de 1986 y no sé por qué las compré. Creo que me gusta comprar cosas que no sirven para nada. Caminando me entretuve también mirando las carteleras de los teatros. Las marquesinas con las fotos de las figuras de los espectáculos son enormes, cada vez más grandes. Pensé con cierta sorna que las bataclanas de los 40´ se morirían de bronca viendo esas gigantografías. Entre la gente, entre la muchísima gente que camina por Corrientes a la tarde pasó lo peor: vi a Andrea. Quedé paralizado. Estaba en la cuadra de enfrente a la mía en dirección contraria. Sentí un espantoso frío; no sabía qué hacer. No pude gritarle, no es mi estilo, y de todos modos hubiera sido inútil, el ruido de los autos y colectivos me lo hubiera impedido. Como un reflejo tardío intenté cruzar la avenida, pero era imposible, el semáforo no me favorecía. Caminé sobre mis pasos con rapidez, corrí para llegar a la esquina, cruzar y encontrarla de frente. Intentaba no perderla de vista. El semáforo cortó antes de que yo llegara al cruce peatonal y pasé la avenida casi un cuarto antes de la esquina. En la vereda no la divisaba. Caminé hacia el lado que ella iba, miré a la vuelta, tal vez había doblado; seguí camino y crucé, la vi de atrás, intenté alcanzarla. Las revistas se me iban cayendo, pero no me importaba. El tumulto me complicaba el paso. ¿Qué iba a decirle? “Hola, estoy arrepentido”. No sabía ni lo que hacía. La perdí de vista otra vez. Me quedé quieto donde estaba intentando encontrarla. Otra vez la había perdido. Pensaba en nada, cuando me pareció verla ahora caminando hacia mí. Parecía ella, pero más castaña. Cambié de lugar la vista, tal vez por nervios, sin entender mucho, y me pareció verla en frente, pero completamente morocha. La vi en un taxi, la vi caminando en múltiples direcciones, la vi en un local. La había encontrado, pero no hacía otra cosa que perderla.

Recordé que tal vez Andrea no era rubia ni baja, si no alta y morocha. Recordé que no nos habíamos visto tanto, ni que habíamos caminado por los lugares que la busqué al principio. Recordé entonces que quizás no nos habíamos conocido jamás.

Claro que había estado buscando a Andrea, que la había encontrado y que la había perdido. Pero tal vez ella no era Andrea, si no que era otra. Que todas eran Andrea y Andrea era ninguna.
Cuando la buscaba, no hacía otra cosa que buscar el amor bajo una forma preconcebida y caprichosa. Andrea puede ser Andrea, pero también Soledad, aquella chica que había olvidado; y también puede ser esa que está por venir.
Parece que no hacemos otra cosa que caminar buscando reconocer al amor que no olvidamos, sin advertir que ese amor tal vez no existe, que esa búsqueda de alguien pasado puede ser justamente todo lo contrario. Que los recuerdos son anhelos de lo que deseamos que nos suceda. Y así caminamos, buscando una cara que hemos visto en algún lado y en ninguna parte. Buscamos un sueño sin reconocer que estamos despiertos, y cuando dormimos, soñamos despertar para dar con ese amor.

La vida del hombre conlleva hechos, recuerdos e ilusiones. Mientras escribo esto, entiendo que Andrea no existe, y que sólo busco inventarla, aunque dentro mío, conservo la esperanza de que sí exista y me espere en algún lado.
Parece ilógico, pero lo esencial en la vida del hombre muchas veces carece de toda lógica. Esos hechos, recuerdos e ilusiones pueden ser absurdos e irreductibles a la razón. Y aunque nadie vuelve de ningún lado, la búsqueda es tan incesante y eterna como las calles que recorro para encontrar ese amor, aun sabiendo que ese amor todavía ni siquiera me ha inventado a mí.

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