martes, marzo 03, 2009

LA LEGIÓN DE LOS HOMBRES QUE CORREN

(Primeras Cartas)

Virginia Dupont encontró en la puerta de su casa, al llegar del trabajo, un sobre. No tenía remitente, pero estaba dirigido “A la espléndida mujer que me desvela”. Virginia se sintió levemente halagada y curiosa. No estaba segura de que esa carta fuera para ella, pero no pudo evitar abrirla.
Allí encontró un papel escrito a mano, en letra cursiva y tinta negra, con un mensaje misterioso:

“Cada vez que corro para ayudar o para decepcionar a alguien, intento pasar por tu casa sólo para ver si te encuentro. El tiempo corre muy rápido, más de lo que me gustaría, y no puedo acercarme demasiado. Te he visto y ya no fui el mismo. Sé que es cursi y tonto decirlo así, pero no encuentro otra manera. Mi obligación, mi trabajo, si pudiera llamarlo así, me imposibilita acercarme más. Nos hemos visto a los ojos una sola vez. Creeme, quisiera que me bastara, pero no es así”

Virginia Dupont sintió un poco de miedo; creyó que podría estar al acecho de un loco; que alguien la estaba siguiendo. Evaluó la posibilidad de que esa carta fuera un broma, o una declaración de alguien que ya conocía. También creyó que podría haber sido conveniente llamar a un amigo para que la protegiera, pero desestimó todo eso. Quizás sí era alguien que no conocía y sí se había enamorado de ella. Volvió a sentirse halagada, sin olvidar el miedo.
A los dos días Virginia encontró otro sobre en la puerta de su casa. Miró alrededor como buscando al autor de esa carta; por supuesto que no vio a nadie. Con un poco de indignación pensó que alguien la estaba vigilando y volvió a sentir miedo, sin embargo no pudo, otra vez, evitar abrir el sobre.

“Este amor que te guardo no es efímero (o sí, pero quiero creer que no). La distancia entre el primer encuentro y estas cartas es considerable. También será cada vez más largo el lapso entre una carta y otra. Por eso, para decirte quién soy y para que sepas cómo es mi amor por vos, te dejo esta clave:
‘velocidad = H x distancia’
Sé que aún no lo vas a entender, pero no lo olvides.”

Dupont quedó intrigadísima. Cada vez estaba más segura de que se trataba de un loco. Se maldijo por despertar pasiones en hombres desequilibrados y llamó a una amiga para contarle lo ocurrido. La amiga le hizo unas burlas y Virginia se sintió sola e incomprendida. Esa noche casi no durmió.
Al otro día en el trabajo no podía pensar en otra cosa que en esas cartas. “¿Quién es? ¿Qué significa?” se decía y evaluaba todo tipo de posibilidades. Sacó los sobres de la cartera e intentó descifrar la misteriosa clave “velocidad = H x distancia”. Imaginó que la H podría ser la inicial de alguien llamado Hugo; pero la velocidad, el igual, la x, la distancia...eran pistas dificilísimas para ser adivinadas así nomás.
Esperó con mucha ansiedad la próxima carta. Esperó muchos días y supo que su admirador decía la verdad cuando le advirtió acerca del lapso de las cartas. Cada vez que llegaba a su casa buscaba con emoción (y todavía con un poco de miedo) un nuevo sobre. Por la noche, con mucho sigilo, espiaba desde las ventanas, escondida entre las cortinas, con las luces apagadas, esperando que el autor de esos mensajes apareciera. Pensaba que podría observarlo; pensaba que tal vez, si el valor la ayudaba, podría increparlo; en todo pensaba hasta que se quedaba dormida.
Una copia (quizás una copia de una copia apócrifa, pero la daremos por válida) del diario íntimo de Virginia Dupont dice:
“Me siento muy rara. No sé quién es la persona que me escribe y quiero conocerlo, pero a la vez me aterra. Espero una carta nueva, y a la vez quiero que no aparezca nada. No estoy segura si es el miedo o la curiosidad. No sé qué me engaña, si la idea de sentirme querida por alguien que no conozco, o el miedo a tener que decirle que no”.
Podríamos decir que la confusión de Virginia era más que lógica. No se trata de una histérica, si no de una mujer que teme que la quieran y tenga que rechazar. Más aun si ha visto –según dice la primera carta- a esa persona. Quizás lo conozca pero ella no adivina quién es. Quizás ella también lo quiere, pero no lo sabe todavía.
Muchos días después, cuando la curiosidad había mermado un poco, apareció la tercer carta. Virginia la encontró con ansiedad y con nervios. Estaba exaltada aún sin saber muy bien por qué. Al fin y al cabo, si ella no quería a esa persona, nada se modificaría. Pero, no podemos negarlo, se sentía atraída por la situación.
Sacó la carta del sobre, y por unos segundos se resistió a leerla. Pensó en tirarla a la basura o romperla, pero sabemos que no lo hizo y que decidió leerla.

“Querida Virginia.
Perdón por demorar estas líneas, pero fue inevitable.
Mi nombre es Gustavo Dugan, y soy un hombre que corre. No te he dado estos datos antes porque no pude; tal vez esta sea la hora, y si me equivocó, el tiempo me pondrá en mi lugar.
Mi trabajo es correr, y así te conocí. Corro, con mucha gente, intentando ayudar a los demás. Hoy puedo confesarte este dato, pero casi nunca contamos nuestro propósito. Las veces que ayudamos, lo hacemos de una manera tan sutil, que la gente no lo advierte. Sólo dejamos una idea, un dato menor, de forma casual, pero que servirá para que esa persona esclarezca algo de su vida.
La clave que te di la otra noche, es una fórmula de cálculo. Esa fórmula resume lo que siento por vos, y la imposibilidad de acercarme. Cuando descubras para qué sirve esa fórmula, me recordarás y sabrás quién soy. A partir del momento en que me recuerdes sabrás si esa ecuación se aplica conmigo, o no.
Espero poder guardar una esperanza.

Post Data: Palermo sin vos ya no es lo mismo”.

Virginia Dupont no supo qué pensar, ni cómo reaccionar. Volvió a creer que todo era un chiste; se sintió muy confundida. Se preguntó cómo ese tal Dugan sabía su nombre. Se juró no haberlo visto nunca y decidió olvidar el asunto o dar parte a la policía si fuera necesario.
Unas horas más tarde, intentando dormirse, dando vueltas en la cama completamente mortificada por la carta de Dugan, resolvió levantarse e investigar esa fórmula de cálculo.
Encontró en una enciclopedia, con bastante dificultad (no es fácil dar con ella), que esa ecuación correspondía a un tal Edwin Hubble y que se utiliza para graficar lo que se conoce como La ley de Hubble. Esta ley explica el principio de desplazamiento galáctico: la velocidad a la que una galaxia se aleja de nosotros, es proporcional a su distancia.
Virginia recordó vagamente una tarde, años antes, cuando lloraba en una plaza por un novio que la había engañado. Estaba desconsolada. Cuando dejó de llorar, aunque todavía acongojada, caminó por el lugar sin prestar atención; tenía ese reflejo de los que sufren un desamor: andan sin saber hacia dónde van.
Virginia caminaba sollozando y mirando hacia abajo, cuando chocó con alguien que venía corriendo. El corredor pidió disculpas y ella sin levantar la mirada dijo “Está bien”.
- ¿Puedo ayudarla?- Preguntó el corredor.
- No, gracias.- Contestó ella.
- Debe estar sufriendo por amor
- ¿Vos qué sabés?- Replicó Virginia bastante enojada.
- Perdón, no quería meterme. Sólo que lleva esa expresión de los que sufren por amor.
- Bah.– Dijo Virginia con desdén.
- No la molesto más.- Se despidió el hombre y siguió corriendo.

Virginia lo vio alejarse y se sintió un poco culpable por haber tratado mal a alguien que quería ayudarla. Lo llamó y le hizo un ademán. El hombre se acercó trotando.

- Perdoname- dijo Virginia,– no estoy muy bien y estoy algo alterada.
- No se haga problema, no soy quién para meterme en su vida.
- Ya sé, sólo que fui muy mal educada.
- Está bien, cuando alguien sufre por amor, no repara en los modales.
- No me digas de usted, por favor, soy bastante joven- Dijo ella para mostrarse más simpática.
- Lo sé. Es sólo una señal de respeto.
- ¿Por qué decís que sufro por amor?- preguntó Virginia.
- Porque tenés esa expresión de la muerte...las personas que sufren por amor, viven eso como la muerte y realmente no hay nada más cercano a la sensación de morirse que perder un amor.

Virginia Dupont quedó callada y mirando a los ojos a su interlocutor. No se fijó si era buen mozo o no, pero vio en él una sonrisa que le trajo calma.

- Dejame decirte- Prosiguió el hombre. – Todos los amores son efímeros, sólo que nos enamoramos creyendo que es para siempre, aún cuando sabemos que no es así. Y está bien creer eso. Pero cuando el amor se va, cuando nos dejan, todo se convierte en la Ley de Hubble.
- No conozco esa Ley- Dijo Virginia algo confundida.
- Esto significa que cuanto más distante es una galaxia, más rápido se aleja. En el amor es igual. Cuando nos distanciamos, incluso estando de novios, algo en nosotros se va alejando; y cuanto más grande es la distancia, de cariño, de respeto, de ideas, de amor, más rápido nos vamos de la relación.
- Eso significa que él ya no me quería...
- O sí, pero tal vez la distancia era muy grande. Pero hay un truco: hoy estás dolida por esto, pero con el tiempo, cuando ese tiempo sea lo suficientemente lejano a partir de hoy, más rápido vas a poder olvidar. Más rápido vas a poder empezar un nuevo amor. Más rápido, igual que la ley de Hubble, vas a poder alejarte de ese lugar, de ese amor. Sé que suena fácil, pero vas a ver que te va a pasar en algún momento.

Virginia, no supo por qué, se sintió feliz de escuchar eso. Quizás esa ley le abría una nueva esperanza.

- Me alegra saber que las matemáticas sirvan para el amor.
- Me alegra a mí que lo veas así- dijo el corredor, sonriendo.- Ahora tengo que irme. Espero haberte ayudado en algo.

Se dieron la mano y se miraron fijo. Él sin quererlo, la vio hermosísima. Ella sonrió como si acaso percibiera lo que el corredor veía.

- Me llamo Virginia.
- A partir de ahora, para mí ese será el mejor nombre.

Virginia se ruborizó y sonrió tímidamente. El hombre empezó a trotar alejándose. Ella levantó la voz y preguntó:

- ¿Y vos cómo te llamás?
- Ya nos veremos de nuevo, Virginia. Creeme. Ya nos veremos por aquí.
Y el hombre se alejó levantando velocidad hasta que Virginia ya no pudo verlo.
Por razones que no conocemos, Virginia no volvió a ese lugar y con los años y los amores, fue olvidando ese encuentro. Ese lugar había sido una plaza de Palermo.

Virginia Dupont, años después, sentada en su mesa con una enciclopedia y las cartas que había recibido, terminaba de recordar esa historia y entendió por fin quién era Gustavo Dugan, el autor de las cartas, y quién era el corredor de la plaza.
Si bien los detalles del encuentro eran imprecisos en su memoria, pudo recordar que Dugan le había explicado esa tarde la Ley Hubble. Esa fórmula que grafica la Ley (que se lee “velocidad igual Hubble por distancia”), y “Palermo sin vos ya no es lo mismo” daban por terminado el misterio.
Ahora para Virginia Dupont la fórmula “velocidad = H x distancia” no sólo era un cálculo de distancias galácticas, si no que significaba la puerta a un posible nuevo amor, significaba Gustavo Dugan y abría una puerta mucho más impensada: la de conocer a La Legión de Los Hombres que Corren.
Y también recordó lo que había aprendido esa tarde y ya había olvidado: el universo y el amor son muchas veces lo mismo; al menos son comparables: imposibles, indiferentes, expansibles, emocionantes, con sentido, sin sentido, llenos de lógica, ilógico, misterioso, inalcanzable, infinito.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

un cuento así no merece ser ignorado

Anónimo dijo...

FANTÁSTICO!

hacía mucho que no pasaba por acá... avasallada por las preguntas de cuatro opciones, me olvidé que existe todo un mundo de posibilidades además de "a)... b)... c)... o d)todas son correctas"

la verdad, gracias!!
beso grande :)