viernes, septiembre 29, 2006

LA ESFERA DE LOS ESPEJOS

Creo, tal vez equivocándome, que fue en el día doce cuando vi pasar su figura velozmente. De todos modos no sé si era ella.
De haber sido el día doce, entonces estuve doce noches con sus días (no había diferencia alguna) intentando escapar de algo que ya no sabía bien que era. En inverosímiles raptos lúcidos, creí que era un laberinto. Al menos así pensaba.
Cuando vi (con fervor hijo del entusiasmo y la ilusión) su silueta, recordé porque estaba allí: había, hace tiempo, decidido perderme siguiendo su imagen. Caí rendido ante el sueño, que vino a traer tranquilidad al sinfín de paradojas. Soñé, una vez más, conmigo mismo. Me vi sin verme (en esa extraña forma que uno se ve en los sueños) arrodillado en el centro de un laberinto. Recordé su voz que me invitaba a perderme allí y a encontrar una salida. Cuando me puse de pie, me vi en infinitos ángulos. Otra vez estaba soñando con el punto inicial del peor de los viajes.
Desperté atormentado por el recuerdo, y ahí estaba, en el mismo lugar con el que soñaba, pero ya no me encontraba en el centro.
Mi confusión inicial, la de creerme en un laberinto, se debía a que a cada paso, casi superpuestos (muchos de ellos sí superpuestos), había espejos. Infinidad de espejos que reflejaban mi imagen ilimitadas veces. No podía adivinar cuantas veces llegaba a verme cada vez que levantaba la mirada. En algún día o alguna noche ocurrió lo peor: no podía advertir cual era yo y cuales los reflejos.
Por momentos intentaba, cuando me cansaba de correr, empujar estos atroces artefactos. Algunos permanecían inmóviles; otros caían generando un efecto dominó, pero de nada servía, porque detrás de los derribados, existían otros. En el mejor de los casos, cada tanto, lograba romperlos. Muchas veces, quizás miles, recorrí lugares donde había espejos acostados; algunos sanos, otros partidos en pocos o millones de pedazos y muchos en posición vertical, fragmentados por mis patadas. En algún momento comprendí que todo esto no servía para nada, así que esa violencia era la expresión tangible de la frustración.
Al borde de la locura, escalé las superficies. En vano era también esto ya que no podía hacer camino por sobre los espejos, no por falta de equilibrio, si no por lo indefinido del panorama. Aún por encima de todo, seguía viéndome por todas partes.
Sin embargo, encontré en ese punto la peor de las desidias: la esperanza.
Vislumbré en lo caótico un horizonte.
Me dije que para eso estaba yo ahí, para perseguir ese horizonte. En algunos de esos puntos, estaría la salida. Resolví (con menos resignación) seguir el paso.
Abatido en algún día (creo que el veinte) confirmé con perplejidad algo que había notado sin interés anteriormente: algunos reflejos llegaban tarde. Al principio eran los más lejanos. Sin embargo, con el correr del tiempo, los reflejos cercanos también se rebelaban a ser fieles a mi imagen.
Me vi a mí mismo correr en diversas direcciones, pateando espejos, gritando, escalando, e incluso vi como una de mis repeticiones me miraba con asombro.
Ingrata bifurcación la del destino del hombre que se ve a si mismo en recuerdos que serán, dentro de poco, el futuro de aquel que fue alguna vez.
Comprendí entonces que no estaba solo, si no que al estar multiplicado millones de veces, existían millones de soledades también multiplicadas. ¿Y no es acaso la compañía una soledad por otra?
Supe en es momento que jamás alcanzaría ese horizonte, porque estaba yo dentro de una esfera y los espejos no eran otra cosa que una mera distracción en el camino interminable.
(Supuestamente) el día treinta todos los reflejos y yo, vimos algo espantoso: uno de nosotros tomó un arma y se disparó en la cabeza. Pudimos ver el momento preciso de nuestro suicidio; o del mío; o de quien sea aquella imagen.
Consternado divagué por los caminos sin planear llegar a ningún lado. El día treintaidós, no pensando en otra cosa que escapar, ya no de de allí, si no de mí mismo, encontré el arma en el suelo, entre infinidad de vidrios rotos. La tomé con desesperación y muchos reflejos (aventuro a decir todos) voltearon para verme. Pude ver el terror en sus caras, la frustración, la desesperanza. Vi todos los males del Hombre en mi propia figura multiplicada por millones. Vi como ya no éramos uno, si no que cada soledad buscaba su propio horizonte; y entendiendo que yo no era yo, si no tal vez otro más de esas imágenes repetidas, el simple reflejo de un hombre que ya fui y seré en el futuro, disparé contra los espejos.
Vi como corrían. Vi como escapaban. Vi como los vidrios estallaban en el aire. Vi como morían.
Como he dicho, no sé quién soy yo y cuales los reflejos, pero aún estoy aquí.
Perseguía un horizonte en busca de un amor y de un destino. Un horizonte dentro de una esfera llena de cristales; algunos sanos; otros hechos añicos.
Y ahora estoy aquí, escalando espejos, para ver ese horizonte y esperando (como una burla de ese destino inalcanzable), que me alcance una de esas balas que yo mismo disparé y que alguno de los reflejos del hombre que fui disparará en el futuro.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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